“He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto.”(Lc. 24:49) Introducción: Los discípulos estaban experimentando un sentido de abandono. Es una especie de incertidumbre, un estado de confusión en el que no se sabe que hacer o qué viene en el futuro. Habían visto a Jesús morir, y con él, morir todas sus esperanzas de la restauración del reino físico de Israel.
Durante dos años o menos, los discípulos habían recibido de Jesús una imagen de lo que sería el reino de los cielos. Ahora estaban confundidos. Pero había una leve luz en medio de la oscuridad; las noticias de la resurrección de Jesús. Las mujeres habían visto la tumba vacía; asimismo, Pedro y Juan. Y ahora, los dos discípulos que iban camino a Emaús, decían que “le habían reconocido al partir el pan” (v.35).
Jesús había preparado a los discípulos, permitiéndoles ser testigos de su poder sanador y liberador; así también, su poder sobrenatural. Pero faltaba un testimonio más: ver a Jesús resucitado. Este testimonio es el mensaje profético y el anuncio que Jesús les dio con anticipación.
Por eso, Jesús se les apareció en carne y hueso. Ellos pensaron que era un fantasma; pero Jesús les dice: “un espíritu no tiene carne ni hueso, como veis que yo tengo” (v. 39). No creemos en un fantasma, creemos en un Cristo vivo. Juan el apóstol, advirtió contra la idea dualista, diciendo: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo. En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y éste es el espíritu
del anticristo, el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo.” (1 Ju. 4:1-3). Jesús estaba allí presente ante ellos, en carne y hueso.
Lo que ellos habían vivido en los últimos días, no debía extrañarles; ya Jesús se los había dicho. Ellos serían testigos de esto: Jesús está vivo, lo hemos visto; no es locura nuestra, de eso habla la Escritura (Is. 53:7-8; Salmos 16:10; Os. 6:2 entre otras)
En este mensaje, quiero enfocarme en la promesa que el Padre nos ha dado a través de Jesucristo para que seamos testigos firmes de estas cosas, esta es: enviar al Espíritu Santo para que nos dé valor para ser sus testigos. SI CREE QUE DIOS LO PROMETIÓ, CREA QUE DIOS LO HARÁ. Reflexionemos en tres detalles:
1. Jesús enviará la promesa del padre sobre sus discípulos.
He aquí, yo enviaré la promesa del Padre sobre vosotros…
Un testigo necesita valor para dar su testimonio; necesita saber que no está solo, que podrá recordarse de decir lo que sabe, que sabrá que palabras usar para argumentar racionalmente. Por eso Jesús prometió que no estaríamos solos, que el Espíritu vendría como nuestro Consolador, nuestro acompañante para ser testigos fieles.
2. La condición es creer que Jesús lo hará.
“… pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén”
La promesa del Padre se convierte en una necesidad para aquellos que quieren hablar de Jesús, de lo que él ha hecho en sus vidas. Saben que tienen mucho que decir, acerca de Aquel que los ayudó, saben que tienen la obligación de ser testigos. Por eso necesitan la Promesa. Es fácil creer que Dios lo prometió, pero la fe está en creer que Dios lo hará.
3. La promesa es investidura de poder.
“… hasta que seáis investidos de poder desde lo alto. Un testigo necesita tener la credibilidad, para que su testimonio fuera aceptado. Esa es la investidura de poder que da la
Promesa del Padre. El Espíritu nos hace personas creíbles, pues el testimonio va acompañado de evidencias de poder. La palabra acompañada de manifestaciones, queda afirmada.
Conclusión:
Si Jesús y el Padre lo prometieron, espérelo; pues, llegará.
Cuando llegue, usted tendrá el poder de Dios. Todo será mejor que ahora.
Escrito por:
Pastor Luis Fernando Zabaleta
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